jueves, 4 de agosto de 2011

Literatura Erótica Parte II "Cómo irse de putas un domingo"(1)

Si lo que buscas es irte de putas un domingo, o cualquier día de la semana, o incluso las vacaciones, o por qué no y mejor, pasarte la vida de putas, entonces aquí tienes los consejos de Miller y Houellebecq, que se acomodarán a tus preferencias.

I.- Si no tienes un peso, entonces a la Miller.

Primero tendrías que ser un chico de esos que se creen escritor en ciernes, mendigo y maltrecho que buscando el sueño romántico se van a París y sufre los desvelos que provocan las trasnochadas en los bares de buena muerte. Maldiciendo a cada billete que les abona un amigo-mecenas pero gastándoselo con remordimiento de cura. Flaco y mal vestido, ícono del insomnio de los que ya encontraron la historia pero no cómo contarla, pobrecitos de suelas y metáforas, pero que ya verá usted cómo un día sí, aunque ahorita todavía no.

Si eres de estos, es decir, si te gusta a lo Miller, entonces la tienes difícil:

1.-Gástate el dinero que te manda tu esposa con una de esas chicas flacas de la calle de enfrente, o de atrás o de cualquier parte.

2.-Enamórate de la prosti, (escoge a la más fea y a la menos educada) ah, porque eres un romántico, no se te olvide. Pero no hay problema, a ella le gustarás y te invitará la cena. Interesa que no olvides ser un irresponsable, cree fielmente que lo inmediato es lo único que vale y embárrate de la filosofía nihilista que ha creado a tantos figurines con hilos en los brazos.

3.-Tienes qué decirte, con esa prosa que brilla por cachonda, pero especialmente lúcida y pulida de escritor consagrado que sabe lo que hace cuando escribe del París de entreguerras, de los sueños artísticos cuando aún era esa la ciudad que los acunaba y los hacía sentirse posibles; tienes qué decirte que valen la pena las putillas que tienen malvas y jardines entre las piernas, porque aún eres un hombre al cual el arte le importa como forma de vida.

Así es a la Henry Miller en Trópico de Cáncer (1934)

“Germaine era diferente. No había nada en su aspecto que me lo indicara . Nada que la distinguiese de las otras rameras que se reunían por las tardes y por las noches en el Café de l' Élé-phant. Como digo, era un día de primavera y los pocos francos que mi mujer había juntado a duras penas para girarme tintineaban en mi bolsillo. (…)No era de las que metían prisa, Germaine. Se sentó en el bidet a enjabonarse y estuvo hablando afablemente conmigo de esto y lo otro; le gustaban mis pantalones bombachos. Trés chic!, en su opinión. Lo habían sido en su tiempo, pero los fondillos ya estaban desgastados; felizmente, la chaqueta me cubría el culo. Después de ponerse de pie para secarse, mientras seguía hablándome con simpatía, dejó caer la toalla de repente y, avanzando hacia mí despacio, comenzó a restregarse la almeja cariñosamente, pasándole las manos suavemente, acariciándola, dándole palmaditas y palmaditas. Había algo en su elocuencia de aquel momento y en la forma como me metió aquella mata de rosas bajo la nariz que sigue siendo inolvidable; hablaba de ella como si fuese un objeto extraño que hubiera adquirido a alto precio, un objeto cuyo valor había aumentado con el tiempo y que ahora apreciaba como nada del mundo. Sus palabras le infundían una fragancia peculiar; ya no era simplemente su órgano privado, sino un tesoro, un tesoro mágico y poderoso, un don divino... y no lo era menos porque comerciara con ella día tras día a cambio de unas monedas. Al echarse en la cama, con las piernas bien abiertas, la apretó con las manos y la acarició un poco más, mientras murmuraba con su ronca y cascada voz que era buena y bonita, un tesoro, un pequeño tesoro. ¡Y vaya si era buena y bonita, esa almejita suya! Aquel domingo por la tarde, con su venenoso hálito de primavera en el aire, todo volvió a pitar. Cuando salíamos del hotel, la examiné de nuevo a la cruda luz del día y vi claramente lo puta que era: los dientes de oro, el geranio en el sombrero, los tacones desgastados, etcétera. Ni siquiera el hecho de que me hubiera sacado una cena y cigarrillos y un taxi me perturbó lo más mínimo. De hecho, di pie a ello. Me gustaba tanto, que, después de cenar, volvimos al hotel y echamos otro palo. «Por amor» aquella vez. Y de nuevo esa gran mata suya floreció e hizo otra magia de las suyas. Empezó a tener una existencia independiente... también para mí. Estaba Germaine y estaba aquella mata suya. Me gustaban por separado, y juntas también.”


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